Crítica teatral - WICKED

El hechizo verde que se apodera de Madrid

Wicked es un acontecimiento escénico que demuestra que el teatro musical español ya puede mirar de tú a tú a las grandes producciones internacionales

El hechizo verde que se apodera de Madrid
Wicked Musical PD.

Madrid ha caído bajo un hechizo verde. Wicked, el musical que desde hace más de veinte años deslumbra en Broadway y el West End, ha aterrizado por fin en el Nuevo Teatro Alcalá, y lo ha hecho con la fuerza de un huracán mágico. No es solo otro musical importado: es un acontecimiento escénico que demuestra que el teatro musical español ya puede mirar de tú a tú a las grandes producciones internacionales.

La historia, ya conocida por muchos, sigue a Elphaba, la muchacha de piel esmeralda que el destino convertirá en la temida “Bruja Mala del Oeste”. Frente a ella, su contrapunto luminoso: Glinda, rubia, carismática y aparentemente perfecta. Ambas se conocen en la universidad de Shiz y su amistad, tan improbable como entrañable, será puesta a prueba por la ambición, la injusticia y los prejuicios del reino de Oz. En este viaje de aceptación y poder, Wicked desmonta el mito del “villano” y plantea, bajo una lluvia de purpurina y notas imposibles, una pregunta que resuena con fuerza en estos tiempos: ¿quién decide lo que está bien o mal?

La producción dirigida por David Serrano entiende que Wicked no vive solo de su fastuosidad, sino del alma que late bajo la piel verde de su protagonista.

Wicked- Musical

La escenografía es espectacular, sí, pero lo que conmueve es la humanidad con la que el montaje madrileño se atreve a mirar el lado oculto del cuento. El vuelo de Elphaba al final del primer acto —esa ascensión en la que la voz de Cristina Picos se alza con la fuerza de un manifiesto— es uno de esos momentos que justifican una noche de teatro. Frente a ella, Cristina Llorente dota a Glinda de una comicidad inteligente y una ternura que evita la caricatura. Ambas actrices sostienen con elegancia y entrega un duelo vocal y emocional de altura.

El conjunto respira ritmo y precisión. El vestuario, plagado de texturas imposibles y destellos metálicos, contribuye a ese universo entre lo onírico y lo político donde nada es completamente bueno ni completamente malo. La dirección musical mantiene la energía sin caer en el exceso, y la coreografía, aunque a veces se impone sobre la intimidad del relato, ofrece imágenes de una belleza indudable.

Lo más valioso, sin embargo, es que Wicked no se conforma con el espectáculo: nos habla, con dulzura y rabia, de la diferencia, del miedo al otro y del poder de la verdad. En tiempos de ruido y simplificación, este musical reivindica la complejidad moral y la empatía como actos de resistencia.

No es perfecto —ningún hechizo lo es—, pero su brillo deja huella. Quien se acerque al Teatro Alcalá no solo verá una superproducción impecable: asistirá al nacimiento de una nueva era del teatro musical en España, una en la que la emoción, la técnica y la conciencia pueden convivir sobre un mismo escenario.

En Wicked, lo diferente brilla más que nunca. Y Madrid, por fin, ha decidido dejarse encantar.

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