Un Estado que tutela sin rendir cuentas
España mantiene bajo custodia pública a decenas de miles de menores, repartidos entre centros de acogida, pisos tutelados, residencias, acogimientos familiares y reformatorios. Pero la pregunta más elemental —¿cuántos son exactamente, quién los controla, cuánto nos cuestan a los contribuyentes y en qué condiciones viven?— sigue sin respuesta clara.
No hay un registro único, ni un balance económico consolidado. El sistema de protección de menores en España, transferido a las comunidades autónomas, se encuentra fragmentado, opaco y plagado de contradicciones estadísticas.
Según las últimas estimaciones del Ministerio de Derechos Sociales, cerca de 50.000 menores se hallan bajo alguna medida de protección, entre acogimientos familiares y residenciales. Dentro de esa cifra, aproximadamente 19.000 viven en centros o residencias y 16.000 en acogimiento familiar formalizado. Pero estos datos son parciales: no incluyen pisos tutelados de transición, centros de reforma juvenil ni menores extranjeros no acompañados (MENAS) tutelados por las autonomías, que suman otros miles.
El coste del silencio
El gasto público destinado al sistema de protección a la infancia supera los 1.600 millones de euros anuales en conjunto (sumando presupuestos autonómicos y fondos estatales). Sin embargo, nadie sabe con certeza cuánto cuesta mantener a un solo menor en régimen de tutela institucional.
Los contratos públicos con entidades concertadas muestran costes que oscilan entre 3.000 y 6.000 euros mensuales por plaza, dependiendo de la comunidad y el tipo de centro. Esto equivale a entre 36.000 y 72.000 euros al año por niño o adolescente, una cifra similar —y a veces superior— a la del Reino Unido, donde mantener a un menor tutelado cuesta unas £83.000 anuales.
A ello se añaden gastos indirectos: equipos técnicos, educadores sociales, terapeutas, personal administrativo y una red de entidades privadas y concertadas que gestionan hasta el 70% de las plazas. La externalización ha generado un verdadero negocio social, donde los contratos se renuevan casi automáticamente y la fiscalización es mínima.
En palabras de un técnico de la administración:
“Los menores son el pretexto, no el propósito. Cada plaza es una fuente de financiación garantizada.”
Centros de menores infractores: el otro rostro del sistema
Aparte de los menores tutelados por desamparo o abandono, España cuenta con unos 70 centros de internamiento de menores infractores (CIMI), o sea, delincuentes juveniles, gestionados por las comunidades autónomas en virtud de la Ley Orgánica 5/2000. En ellos cumplen medida judicial unos 1.200 adolescentes y jóvenes al año, aunque el número de plazas disponibles ronda las 2.000.
El coste medio por menor interno en estos reformatorios asciende a entre 90.000 y 120.000 euros anuales, más del doble que el de una residencia convencional. La privatización también se ha extendido a este ámbito: empresas y fundaciones gestionan buena parte de los centros en Andalucía, Madrid, Comunidad Valenciana o Cataluña.
La falta de transparencia en los contratos, las denuncias de malos tratos y la escasa supervisión judicial han sido objeto de críticas reiteradas por el Defensor del Pueblo y por asociaciones de derechos humanos.
Niños arrebatados sin sentencia: el poder desmedido de los Servicios Sociales
Un elemento especialmente perturbador del sistema español es el poder cuasi absoluto que detentan los servicios sociales regionales y municipales para retirar la custodia de un menor sin que medie sentencia judicial firme.
En numerosos casos —documentados por asociaciones de padres, ONG y despachos de abogados—, basta un informe técnico que alegue “riesgo de desamparo” para proceder a la separación del menor de su familia. El juez, si interviene, lo hace posteriormente, cuando el daño emocional ya es irreversible.
“En España se están arrebatando niños a sus padres sin control judicial efectivo”, denuncia una jurista especializada en Derecho de Familia. “Se trata de una práctica arbitraria, amparada por un marco legal ambiguo que confiere poderes excesivos a técnicos de servicios sociales.”
Existen denuncias incluso de adopciones formalizadas sin consentimiento pleno de los progenitores biológicos, o con procedimientos tan opacos que resultan imposibles de revisar judicialmente.
El principio “favor filii” —la prevalencia del interés superior del menor— ha degenerado, en la práctica, en un dogma administrativo que justifica cualquier actuación, por arbitraria o desproporcionada que sea.
Casos de abuso, negligencia y abandono institucional
Las cifras más alarmantes provienen de las propias administraciones. Desde 2019, más de 1.100 menores tutelados por las comunidades autónomas han denunciado abusos sexuales. En 2023, un juez ordenó el cierre de un centro en Gran Canaria donde 148 menores inmigrantes sufrían malos tratos físicos y psicológicos.
Se han documentado casos similares en Baleares, Comunidad Valenciana, Cataluña y Madrid. La impunidad es casi total: apenas un puñado de funcionarios o responsables de entidades privadas han sido procesados.
La tragedia es doble: niños y adolescentes que fueron tutelados “para protegerlos” acaban siendo víctimas dentro del propio sistema.
VI. La opacidad como norma
El sistema español carece de un registro nacional unificado de menores tutelados, como sí tienen Francia o Alemania. Cada comunidad autónoma aplica sus propios criterios de contabilización, presupuestación y auditoría.
El resultado es un laberinto estadístico que impide la fiscalización ciudadana y parlamentaria. Ni el Tribunal de Cuentas ni el Ministerio de Hacienda disponen de una cifra consolidada sobre el coste total anual del sistema de tutela de menores.
Por contraste, países como Francia publican informes anuales detallados de la Aide Sociale à l’Enfance (ASE), con número de menores atendidos, tipo de medida aplicada y coste medio por niño. En Dinamarca, el gasto y los resultados se auditan públicamente, y existe una política activa de reducir al mínimo la institucionalización.
Estudios comparativos internacionales: cómo hacen los demás países
Dinamarca destina entre 170.000 y 190.000 euros por menor y año en centros residenciales, pero solo un tercio de los menores tutelados están en esas instituciones: los demás son acogidos por familias, con costes mucho menores y resultados más humanos.
Italia prioriza el acogimiento familiar, con costes tres veces inferiores a los de la atención institucional. Francia publica cada año datos verificables: en 2023, 384.900 menores y jóvenes estaban bajo tutela estatal, con un sistema de supervisión parlamentaria.
España, por el contrario, gasta más en instituciones y obtiene peores resultados. Aquí la opacidad, la fragmentación administrativa y la privatización descontrolada conforman una tormenta perfecta que combina despilfarro, burocracia y, en muchos casos, corrupción.
Reformas urgentes: hacia una protección real y responsable
Inspirándose en los modelos más eficaces de Europa, España debería aplicar, con carácter inmediato, las siguientes reformas estructurales:
- Transparencia total y auditoría anual del número de menores, costes y resultados de cada programa, desglosados por tipo de tutela y por comunidad autónoma.
- Preferencia legal por el acogimiento familiar frente al institucional, salvo casos de riesgo comprobado.
- Intervención judicial previa y obligatoria para toda retirada de custodia.
- Regulación estricta de entidades privadas, con límites a los beneficios y publicación de sus cuentas.
- Evaluaciones independientes de resultados, seguimiento post-tutela e inserción laboral y educativa de los jóvenes.
- Creación de un registro nacional público y auditado de menores tutelados.
- Rendición de cuentas anual ante el Congreso de los Diputados, con comparecencia obligatoria del ministro o consejero competente.
Conclusión: una deuda moral y política
España mantiene un sistema que, bajo el pretexto de proteger, consagra la indefensión.
Ni los niños, ni los padres, ni los contribuyentes tienen acceso a la verdad.
No se sabe cuántos son, cuánto cuesta cuidarlos ni si realmente están siendo cuidados.
La protección de la infancia se ha convertido en un negocio subvencionado, burocrático y moralmente complaciente, donde cada menor alimenta una cadena administrativa, pero raramente encuentra una segunda oportunidad real.
El país que presume de derechos sociales ha construido, en silencio, una infancia institucionalizada sin rostro y sin voz.
Y lo peor es que nadie parece dispuesto a mirar dentro de esa oscuridad.
