LA VIDA ES UN ABSURDO O SINSENTIDO
QUIEN SE EMPEÑA EN HALLAR SU ADIVINANZA,
DESESPERADO, ACABA SUICIDÁNDOSE
El asesinato aconteció en una de esas tiendas de barrio en las que, aparentemente, si consideramos los antecedentes, escasos e insulsos, nunca pasa nada relevante, digno de mención, hasta que ocurre algo gordísimo. La floristería no estaba ubicada en una calle con excesivo tránsito de personas, pero el victimario, seguramente, si era habitual de esa zona de la ciudad, se había percatado del continuo trajín durante los dos últimos días; y es que se acercaba la solemne festividad cristiana de Todos los Santos y en la citada florería entraba y salía mucha gente con ramos y/o centros de flores en las manos.
A las siete y media de la tarde, la víspera del primero de noviembre, treinta minutos antes de la hora normal de cierre del establecimiento (aunque Julia, la dependienta de confianza, le había dicho a su jefa que no echaría la persiana mientras hubiera una sola persona a la que atender), la empleada servicial y veterana se llevó un susto de muerte, al comprobar que el cliente que acababa de entrar en la tienda no era tal, porque llevaba puesto un pasamontañas y empuñaba una pistola con su diestra, con la que le apuntaba. Acto seguido, sin desearse ninguno de los dos las buenas tardes de rigor y urbanidad, el encubierto le mandó a Julia (no la llamó por su nombre de pila; se ignora, por tanto, si lo sabía o desconocía) que abriese la caja registradora y le entregara todos los billetes que había, tras meterlos previamente en una bolsa o, en su defecto, la mataba; y esta, nerviosa, como jamás lo había estado en toda su vida, cumplió a rajatabla con lo ordenado; debió de llevarse un chasco morrocotudo cuando, tras culminar cuanto el ladrón le exigió, este devino en lo indeseado, en asesino, porque, inopinadamente, le disparó dos tiros a quemarropa y la mató.
Eso, más algunos pormenores que convenía no airear, era todo lo que, por el momento, cuatro horas después del crimen, los dos detectives encargados de resolver el caso, sabían a ciencia cierta. Había que acopiar cuantas más pistas o rastros posibles para intentar desentrañar el propósito, intríngulis o busilis.
¿El robo, que demostraban las dos cámaras de seguridad que había en el interior de la tienda, era una añagaza para enredar o enrevesar el asunto que Jorge e Íñigo tenían entre manos? ¿Por qué mató a Julia el ladrón, si ella había satisfecho lo dispuesto o preceptuado por él?
Cuarenta y ocho horas después de la fechoría, la pareja de detectives de homicidios seguía in albis, sin nada que ofrecerle al jefe, ni a los mass media colaboradores, ni a la familia y amigas de Julia, la occisa.
¿El asesinato había sido un encargo? Nadie lo podía asegurar ni descartar; y es que nadie sabía nada de nada. Julia no tenía enemigos conocidos ni novio. Vivía con su madre, viuda, en un piso modesto, y solo salía los sábados con las amigas a tomar algo en una cafetería del centro; y los domingos a misa de 12 con su madre y por las tardes, no todas, con sus colegas, no todas, al cine.
Nadie sabía que un indigente, que solía buscar algo para comer en los contenedores de la basura, halló la bolsa, con el dinero y el pasamontañas dentro, y se la quedó. Tuvo la mala suerte de que no pudo sacarle provecho a la pasta, como hubiera sido su deseo, porque cometió la torpeza de comentárselo a otro vagamundo, que le clavó con nocturnidad y alevosía su navaja varias veces en el pecho, mientras este dormía a pierna suelta, y lo mató.
Al parecer, uno de los últimos clientes de la tarde del día de marras recordó que pagó el ramo que se llevó de la floristería con un billete de cincuenta euros, en el que había anotado los nueve dígitos de un número de teléfono móvil, y puso ese dato en conocimiento de la policía. Esta dio aviso a todos los establecimientos de la ciudad para intentar hallarlo y poder rastrear a quien había pagado con dicho billete.
Tras dar un montón de bandazos, los dos detectives siguieron una pista fetén y echaron el guante al pordiosero que había matado a su colega, y le hallaron la bolsa, con parte del dinero y el pasamontañas aún en su interior. Confesó y le achacaron también la muerte de Julia.
El asesino verdadero, dato que hay que pone en tela de juicio, al conocer la injusticia cometida con el vagamundo, llamó a la policía para confesar que había sido él el autor del ilícito, y añadió algo sorprendente, que se había apostado con sus hermanos, el comisario de policía y el alcalde, que era capaz de cometer un asesinato sin ser descubierto. Este, evidentemente, que no era hermano de los mencionados ni estos entre sí, por ser quien era, inimputable, al ser un orate de remate, pero inofensivo, no fue creído por nadie.
Esto me ha hecho recordar el apuñalamiento cierto que sufrió Samuel Beckett el 7 de enero de 1938, cuando el escritor irlandés, uno de los creadores del teatro del absurdo, autor de “Esperando a Godot” (aunque la pieza fue escrita antes, fue publicada en 1952), entre otras obras, quien en el año 1969 fue galardonado con el premio Nobel de Literatura, iba camino de su casa con una pareja de amigos; se le acercó un chulo que conocía, de apellido Prudent, que, qué ironía, sí, se comportó imprudentemente, y lo apuñaló entre el pulmón y el corazón. Dos meses estuvo Beckett ingresado en el hospital.
En la primera vista judicial, Beckett le preguntó a Prudent el motivo, si lo había, por el que este lo había malherido, y Prudent le contestó esto: “Je ne sais pas, monsieur. Je m’excuse”. (“No lo sé, señor. Me disculpo”). Beckett solía contar el suceso, como el buen contador de historias que era, añadiendo y quitando detalles al incidente original; casi siempre en broma. Retiró los cargos, por considerar el proceso un engorro.
La vida es un absurdo o sinsentido. Quien se esfuerza en hallar su adivinanza, desesperado, acaba suicidándose.
Ángel Sáez García